Luis Martínez Andrade[1]
Desde los primeros Informes para el Desarrollo Humano publicados desde 1997 por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) leíamos, en la carta de buenas intenciones para el fin del milenio, algunas recetas para erradicar la pobreza en la que destacaban: igualdad de género, crecimiento en beneficio de los pobres, participación del Estado en la alianza entre la política y el mercado, entre otras. Sin embargo la situación de marginalización, desigualdad estructural y exclusión social se ha agudizado. Actualmente en 2008 el PNDU informa que: más de 1000 millones de seres humanos viven con menos de un dólar al día, que el 20% de la población mundial acapara el 90% de los recursos (todavía en 2003 se decía que era el 80%), que las mujeres ganan 25% menos que los hombres en competencias similares, que 30 000 niños de menos de 5 años mueren al día a causa de enfermedades que pudieron ser evitadas.
El sistema capitalista, actualmente en una crisis estructural sin precedentes[2], no puede seguir paliando sus contradicciones[3], día a día, muestra a través de gobiernos ilegítimos y de organismos internacionales como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Organización Mundial del Comercio sus mecanismos de exclusión. El libre mercado, al que nuestros políticos rastreros le han apostado, sólo ha servido para seguir sumiendo al pueblo en la pobreza. Sin embargo, cuando se trata de rescates bancarios (FOBAPROA, IPAB) o reformas energéticas la “mano del Estado” actúa en beneficio de los “de arriba”.
Por otra parte, el precepto básico de “progreso” emanado de una cerrazón evolucionista debe ser erradicado. Su falacia naturalista debe ser increpada por un enfoque historicista y de corte libertario que permita develar los intereses ocultos de las clases dominantes. En otras palabras, necesitamos confrontar teórica y políticamente los mitos, las imágenes y las figuras discursivas del poder. De ahí que sea fundamental una perspectiva que cuestione radicalmente conceptos y categorías que no sólo encubren la explotación sino que además consolidan la matriz ideológica del sistema.
El “pecado estructural” -llamado así por los teólogos de la liberación- y el grito de la Tierra -para usar la expresión de Boff- deben ser tomados en cuenta de manera radical en todo proyecto político, es decir, se debe ir a la raíz de los problemas sociales y ambientales. En este sentido, el eco-socialismo es un proyecto emancipatorio que parte de ciertas premisas como son: la exigencia de la propiedad colectiva de los medios de producción, la satisfacción de las necesidades sociales en armonía con la naturaleza, la complementariedad del principio de responsabilidad (H.Jonas) con el principio de esperanza (E.Bloch) y la ruptura con el paradigma productivista[4].
No faltará quien, por razones ideológico-políticas, intente ligar socialismo con aparatos represivos, partido único, Gulags, entre otros, para denostar la carga revolucionaria y emancipatoria que encierra ese proyecto utópico. Indudablemente no se debe confundir “el terrorismo de estado” practicado por los malogrados gobiernos soviéticos (Leszek Kołakowski), como tampoco se debe entender “santa inquisición” como sinónimo de cristianismo (Hans Küng) o “el crimen sionista” como expresión ética del humanismo semita (Enrique Dussel).
La defensa de la naturaleza no puede estar desarticulada sin la lucha contra el capital, ya que sólo una actitud revolucionaria puede transformar de manera convincente las secuelas del modelo de civilización. Por tanto argüimos que el “discursillo arribista” de nuestros partidos verdes y que los proyectos de eco-desarrollo o eco-turismo enarbolados por las ONG´s colonialistas no puedan ser una solución sino, al contrario, son mecanismos de reificación de los problemas que padecemos: crisis económicas, sociales y ecológicas.
Hoy, más que nunca, es fundamental un cambio de paradigma y de horizonte civilizatorio. Grupos radicales del movimiento “sin tierra” en Brasil, de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador y del movimiento zapatista en Chiapas siguen nutriendo la puesta en marcha de proyectos comunitarios de autogestión bajo una exigencia ética de liberación por parte de nuestros pueblos.
Aunque en algunas ocasiones a nuestras “buenas consciencias” latinoamericanas les guste blanquearse y soslayen nuestro lugar como economías coloniales en el sistema internacional y a ochenta años de la publicación de los 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana, sostenemos con Mariátegui que: “el destino del hombre es la creación. Y el trabajo es creación, vale decir liberación”.
[1] Sociólogo mexicano. Texto publicado en el suplemento “Definitivamente Jueves” del diario mexicano El columnista el 15 de enero de 2009.
[2] Immanuel Wallerstein utiliza los ciclos de Kondratieff para explicar las etapas relativamente largas del sistema-mundo en una fase de expansión y una de concentración de la economía (fases A y B). La duración de cada fase es aproximadamente de 25 a 30 años. Las fases se distinguen notablemente por la primacía del pleno empleo o el desempleo, la preponderancia de la producción o las inversiones financieras como fuente principal de beneficio, el perfeccionamiento de las técnicas existentes o la innovación en la producción. La transición en la que se encuentra el sistema-mundo es, quizá, la más significativa desde hace más de cinco siglos. Cfr., Después del liberalismo, Siglo XXI, México,1999.
[3] Indudablemente nos referimos a la inmanente entre capital/trabajo, pero también a la analizada por James O´Connor que refiere a las condiciones de producción (tierra, suelo, naturaleza, etc.) demostrando que el capitalismo es un sistema ecocida. Cfr., Natural Causes. Essays in Ecological Marxism, The Guilford Press, New York&London,1998.
[4] Cfr. Michael Löwy, Ecologia y socialismo, Cortez Editora, São Paulo, 2005.
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