A veces tenemos la sensación de no saber dónde vivimos, porque la imagen que nos transmiten los medios de comunicación sobre nuestra realidad no se corresponde en nada con lo que nosotros percibimos directamente. Es como si hubiera dos realidades, dos Españas.
Por una parte está la España Oficial que los personajes ilustres que acaparan los medios nos dibujan. Esa España es “la que juega en la Champions”, la que en breve superará a Alemania en poder adquisitivo y nivel de bienestar; la que mejora día a día, siendo referente mundial de progreso y desarrollo. La España que supo salir del pozo negro de su propia historia y dar un ejemplo de cómo se transita a la modernidad democrática. La España que dirime sus tensiones gracias al estado de derecho, logrando la integración de todos, incluidos los recién llegados. La España que debate cuestiones “de profundo calado” como la vertebración del Estado, las nacionalidades, la educación de los ciudadanos, el papel de la familia, la ampliación de derechos y libertades, la adaptación a los retos de un mundo globalizado,… o la composición de la letra del himno nacional. La España que lidera la Alianza de Civilizaciones, ejemplo de ordenadas políticas de inmigración y cooperación internacional. La España que no sólo tiene un presente envidiable, sino que asegura su futuro a través de leyes sobre la dependencia o incrementos del fondo de reserva de las pensiones, e incluso tiene tiempo para recordar su pasado. La España inmune a las crisis económicas internacionales, gracias a la solidez de su sistema financiero y su aparato productivo. La España que crea trabajo, contiene la inflación, redistribuye la riqueza y fomenta la igualdad de oportunidades. Y que, por supuesto, lidera ya la lucha por el medioambiente, por la igualdad entre hombres y mujeres y por las libertades individuales y colectivas.
No hay más que ver un telediario o debate televisivo, hojear un periódico o escuchar la radio para sentirse feliz ante la perspectiva de pertenecer a esta especie de paraíso en la tierra. Es cierto que también aparecen voces críticas en esos mismos medios, pero eso es sólo el positivo producto de las garantías que el sistema otorga a la oposición, la cual, una vez que llegue al poder, nos mostrará su propio modelo de paraíso.
Ante estas perspectivas, algunos nos planteamos ir al oculista o al psiquiatra. ¿Cómo no lo vemos? ¿Cómo es posible que no experimentemos esa felicidad? La respuesta es bien sencilla: junto a esa España oficial hay otra, la España Real:
En esta España, la mayoría de la población tiene graves problemas para llegar a fin de mes, ser mileurista es todo un privilegio y el pago de la vivienda (hipoteca o alquiler) es la principal preocupación. En la España real la precariedad laboral, la pérdida del trabajo y el paro son la losa que nos atormenta. En la España real los asalariados perdemos poder adquisitivo cada año (por más que algún político experto en cinismo lo niegue); las rentas del trabajo cada vez suponen un menor porcentaje del total de la riqueza; y las subcontrataciones, los accidentes laborales (terrorismo patronal) y el cierre de empresas (deslocalizaciones) son “el pan nuestro de cada día”.
En la España real, los asalariados nos las vemos y deseamos para poder tener hijos. Las migajas que reparte el gobierno de turno apenas alcanzan para los pañales. Los centros educativos son guarderías donde dejamos a nuestros vástagos mientras producimos para el capital. Se aprueban leyes educativas (el papel todo lo aguanta) mientras se privatiza la educación y se burocratizan los centros públicos, cada vez menos democráticos. Y se refuerza ideológicamente a la familia, pero no se nos dice que es porque todo lo colectivo se está desintegrando y tendremos que recurrir a los vínculos familiares para subsistir (que se lo pregunten a las parejas que no pueden independizarse con sus trabajos precarios o sus salarios de miseria). La que vende como un gran adelanto las “hipotecas inversas” (forma abyecta de aprovecharse de los pensionistas) y fomenta que los padres dejen en herencia hipotecas a sus hijos.
La España real es la que soporta gobiernos que reducen los impuestos directos (los que gravan proporcionalmente los ingresos y por tanto hacen pagar más a quien más tiene) y aumentan los indirectos (sobre el consumo), haciendo que pobres y ricos paguen lo mismo por los productos (o que los pobres no puedan consumir). La que incluso reduce los tramos fiscales para gravar menos a los más ricos. La España en la que el propio Ministerio de Hacienda reconoce que “fiscalmente” los asalariados “ganamos más” que los empresarios (lo que no dice es que su principal misión es controlar nuestras nóminas y garantizar la continuidad del fraude fiscal por parte de la burguesía). La España que regala subvenciones a las empresas (una forma como otra cualquiera de trasvase de riqueza pública a manos privadas), haciendo que sus costes laborales sean irrisorios y sus beneficios aumenten. Y que saca en la tele a los patronos que emplean a personas con minusvalías, haciéndolos pasar por benefactores de los más necesitados, sin decir nunca que se aprovechan de esas personas y sus problemas para embolsarse más subvenciones y ampliar los márgenes de ganancia.
La España real es la que invierte nuestros recursos en faraónicas obras que enriquecen a los empresarios del cemento y el ladrillo, y poco o nada nos aportan a los trabajadores. Es la que sólo fomenta las infraestructuras de transporte público porque el negocio está ahí, en construirlas. Pero que fomenta el transporte privado (liquidando, privatizando o simplemente haciendo inútil y lento el transporte público) para que, además de pagar la hipoteca, paguemos también la letra del coche y la industria automovilística (la misma que echa trabajadores a la calle) aumente sus beneficios.
La España real es la que aumenta cada día la brecha entre un proletariado más pobre y una alta burguesía más rica. La que presume de sus grandes fortunas y oculta cuanto puede a la población que vive por debajo del umbral de la pobreza. La que manipula estadísticas (sobre la pobreza, el paro, el IPC,…). La España en la que la banca siempre gana, especulando con nuestras vidas y las del resto de proletarios del mundo. En la que las grandes empresas tienen impunidad garantizada. La España que, ante cualquier reivindicación obrera, nos dice que “eso no se puede porque la UE lo impide” (como si la UE no la dirigieran los mismos gobiernos que nos cuentan esa milonga).
En la España real, el aire que respiramos en nuestras recalentadas ciudades está contaminado; se aniquilan los espacios naturales para instalar hoteles, viviendas vacacionales y campos de golf; la desertificación afecta al 40% del territorio por culpa de unos regadíos que sobreexplotan los acuíferos y de la deforestación. Las diversas contaminaciones (atmosférica, acústica, electromagnética, hídrica,…) nos generan enfermedades y trastornos (sobre todo a los que más las padecen por no poder costearse lugares de residencia saludables). Y nuestro tiempo se malgasta en el camino al trabajo.
La España real es la que permite que miles de personas mueran ahogadas tratando de llegar a este “paraíso”. La que gasta millones de euros en material y asesoramiento policial y militar a los países de origen de los inmigrantes (cuyos gobiernos no destacan precisamente por su preocupación por los ciudadanos), en lugar de destinarlos a un verdadero desarrollo social de esas personas. La que fomenta en el fondo el racismo y la xenofobia, a través de las leyes y del propio tratamiento informativo del problema migratorio. La que lidera en la UE que haya ciudadanos de segunda (rumanos y búlgaros) sin decirnos que así seguirán siendo la mano de obra esclava de nuestros campos y andamios. La que permite, alienta y protege a los empresarios que explotan a los trabajadores inmigrantes, negándoles (de una u otra forma) los derechos que los autóctonos tenemos. La que se olvida, no sólo de los 40 años de dictadura fascista, sino de los siglos durante los que los españolitos tuvieron que irse con una mano delante y otra detrás.
La España real es la que se deja alienar con el estéril debate sobre si somos un estado o unos cuantos, pero que no cuestiona el papel de todos los estados (actuales, pasados y futuros) al servicio de la clase explotadora. La que ofrece por la tele carnaza nacionalista (españolista, catalanista, vasca,…) para alejar al proletariado de su lucha contra el capital y la burguesía. La que discute sobre jefaturas de estado sin analizar para qué sirven los estados y quiénes son los jefes. La que habla de globalización sin percatarse de lo que eso implica a nivel político.
Dado que en este país está mal visto ir al psicólogo o al psiquiatra, y que por más gafas que nos pongamos no veremos el paraíso, a los proletarios no nos va a quedar más remedio que abrir bien los ojos, observar la España real (esa parte del mundo real en la que vivimos) y hacerle frente. A ella y a los que se benefician de cómo es ella. O eso o dejarnos llevar a la barbarie.
Por una parte está la España Oficial que los personajes ilustres que acaparan los medios nos dibujan. Esa España es “la que juega en la Champions”, la que en breve superará a Alemania en poder adquisitivo y nivel de bienestar; la que mejora día a día, siendo referente mundial de progreso y desarrollo. La España que supo salir del pozo negro de su propia historia y dar un ejemplo de cómo se transita a la modernidad democrática. La España que dirime sus tensiones gracias al estado de derecho, logrando la integración de todos, incluidos los recién llegados. La España que debate cuestiones “de profundo calado” como la vertebración del Estado, las nacionalidades, la educación de los ciudadanos, el papel de la familia, la ampliación de derechos y libertades, la adaptación a los retos de un mundo globalizado,… o la composición de la letra del himno nacional. La España que lidera la Alianza de Civilizaciones, ejemplo de ordenadas políticas de inmigración y cooperación internacional. La España que no sólo tiene un presente envidiable, sino que asegura su futuro a través de leyes sobre la dependencia o incrementos del fondo de reserva de las pensiones, e incluso tiene tiempo para recordar su pasado. La España inmune a las crisis económicas internacionales, gracias a la solidez de su sistema financiero y su aparato productivo. La España que crea trabajo, contiene la inflación, redistribuye la riqueza y fomenta la igualdad de oportunidades. Y que, por supuesto, lidera ya la lucha por el medioambiente, por la igualdad entre hombres y mujeres y por las libertades individuales y colectivas.
No hay más que ver un telediario o debate televisivo, hojear un periódico o escuchar la radio para sentirse feliz ante la perspectiva de pertenecer a esta especie de paraíso en la tierra. Es cierto que también aparecen voces críticas en esos mismos medios, pero eso es sólo el positivo producto de las garantías que el sistema otorga a la oposición, la cual, una vez que llegue al poder, nos mostrará su propio modelo de paraíso.
Ante estas perspectivas, algunos nos planteamos ir al oculista o al psiquiatra. ¿Cómo no lo vemos? ¿Cómo es posible que no experimentemos esa felicidad? La respuesta es bien sencilla: junto a esa España oficial hay otra, la España Real:
En esta España, la mayoría de la población tiene graves problemas para llegar a fin de mes, ser mileurista es todo un privilegio y el pago de la vivienda (hipoteca o alquiler) es la principal preocupación. En la España real la precariedad laboral, la pérdida del trabajo y el paro son la losa que nos atormenta. En la España real los asalariados perdemos poder adquisitivo cada año (por más que algún político experto en cinismo lo niegue); las rentas del trabajo cada vez suponen un menor porcentaje del total de la riqueza; y las subcontrataciones, los accidentes laborales (terrorismo patronal) y el cierre de empresas (deslocalizaciones) son “el pan nuestro de cada día”.
En la España real, los asalariados nos las vemos y deseamos para poder tener hijos. Las migajas que reparte el gobierno de turno apenas alcanzan para los pañales. Los centros educativos son guarderías donde dejamos a nuestros vástagos mientras producimos para el capital. Se aprueban leyes educativas (el papel todo lo aguanta) mientras se privatiza la educación y se burocratizan los centros públicos, cada vez menos democráticos. Y se refuerza ideológicamente a la familia, pero no se nos dice que es porque todo lo colectivo se está desintegrando y tendremos que recurrir a los vínculos familiares para subsistir (que se lo pregunten a las parejas que no pueden independizarse con sus trabajos precarios o sus salarios de miseria). La que vende como un gran adelanto las “hipotecas inversas” (forma abyecta de aprovecharse de los pensionistas) y fomenta que los padres dejen en herencia hipotecas a sus hijos.
La España real es la que soporta gobiernos que reducen los impuestos directos (los que gravan proporcionalmente los ingresos y por tanto hacen pagar más a quien más tiene) y aumentan los indirectos (sobre el consumo), haciendo que pobres y ricos paguen lo mismo por los productos (o que los pobres no puedan consumir). La que incluso reduce los tramos fiscales para gravar menos a los más ricos. La España en la que el propio Ministerio de Hacienda reconoce que “fiscalmente” los asalariados “ganamos más” que los empresarios (lo que no dice es que su principal misión es controlar nuestras nóminas y garantizar la continuidad del fraude fiscal por parte de la burguesía). La España que regala subvenciones a las empresas (una forma como otra cualquiera de trasvase de riqueza pública a manos privadas), haciendo que sus costes laborales sean irrisorios y sus beneficios aumenten. Y que saca en la tele a los patronos que emplean a personas con minusvalías, haciéndolos pasar por benefactores de los más necesitados, sin decir nunca que se aprovechan de esas personas y sus problemas para embolsarse más subvenciones y ampliar los márgenes de ganancia.
La España real es la que invierte nuestros recursos en faraónicas obras que enriquecen a los empresarios del cemento y el ladrillo, y poco o nada nos aportan a los trabajadores. Es la que sólo fomenta las infraestructuras de transporte público porque el negocio está ahí, en construirlas. Pero que fomenta el transporte privado (liquidando, privatizando o simplemente haciendo inútil y lento el transporte público) para que, además de pagar la hipoteca, paguemos también la letra del coche y la industria automovilística (la misma que echa trabajadores a la calle) aumente sus beneficios.
La España real es la que aumenta cada día la brecha entre un proletariado más pobre y una alta burguesía más rica. La que presume de sus grandes fortunas y oculta cuanto puede a la población que vive por debajo del umbral de la pobreza. La que manipula estadísticas (sobre la pobreza, el paro, el IPC,…). La España en la que la banca siempre gana, especulando con nuestras vidas y las del resto de proletarios del mundo. En la que las grandes empresas tienen impunidad garantizada. La España que, ante cualquier reivindicación obrera, nos dice que “eso no se puede porque la UE lo impide” (como si la UE no la dirigieran los mismos gobiernos que nos cuentan esa milonga).
En la España real, el aire que respiramos en nuestras recalentadas ciudades está contaminado; se aniquilan los espacios naturales para instalar hoteles, viviendas vacacionales y campos de golf; la desertificación afecta al 40% del territorio por culpa de unos regadíos que sobreexplotan los acuíferos y de la deforestación. Las diversas contaminaciones (atmosférica, acústica, electromagnética, hídrica,…) nos generan enfermedades y trastornos (sobre todo a los que más las padecen por no poder costearse lugares de residencia saludables). Y nuestro tiempo se malgasta en el camino al trabajo.
La España real es la que permite que miles de personas mueran ahogadas tratando de llegar a este “paraíso”. La que gasta millones de euros en material y asesoramiento policial y militar a los países de origen de los inmigrantes (cuyos gobiernos no destacan precisamente por su preocupación por los ciudadanos), en lugar de destinarlos a un verdadero desarrollo social de esas personas. La que fomenta en el fondo el racismo y la xenofobia, a través de las leyes y del propio tratamiento informativo del problema migratorio. La que lidera en la UE que haya ciudadanos de segunda (rumanos y búlgaros) sin decirnos que así seguirán siendo la mano de obra esclava de nuestros campos y andamios. La que permite, alienta y protege a los empresarios que explotan a los trabajadores inmigrantes, negándoles (de una u otra forma) los derechos que los autóctonos tenemos. La que se olvida, no sólo de los 40 años de dictadura fascista, sino de los siglos durante los que los españolitos tuvieron que irse con una mano delante y otra detrás.
La España real es la que se deja alienar con el estéril debate sobre si somos un estado o unos cuantos, pero que no cuestiona el papel de todos los estados (actuales, pasados y futuros) al servicio de la clase explotadora. La que ofrece por la tele carnaza nacionalista (españolista, catalanista, vasca,…) para alejar al proletariado de su lucha contra el capital y la burguesía. La que discute sobre jefaturas de estado sin analizar para qué sirven los estados y quiénes son los jefes. La que habla de globalización sin percatarse de lo que eso implica a nivel político.
Dado que en este país está mal visto ir al psicólogo o al psiquiatra, y que por más gafas que nos pongamos no veremos el paraíso, a los proletarios no nos va a quedar más remedio que abrir bien los ojos, observar la España real (esa parte del mundo real en la que vivimos) y hacerle frente. A ella y a los que se benefician de cómo es ella. O eso o dejarnos llevar a la barbarie.
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